La búsqueda del bar perfecto para los amantes de los autos nos llevó a Buenos Aires*. Allí encontramos el Bar Nápoles, un establecimiento único, lleno de coches y motocicletas antiguos, donde además sirven una pizza deliciosa y muy buen vino.
Por Edmundo Cano Dani Heyne y Rogelio Rivera Nava Fotos: Arturo Rivas
*Este reportaje tuvo lugar previo a la cuarentena, cabe aclarar.
Gabriel viste una camisa de mezclilla azul con los botones abiertos hasta el pecho, y de su cuello cuelga una cadena con una cruz dorada. Está sentado en una vieja silla de madera que rechina con el más leve movimiento y, conforme alguien pasa, saluda con un apretón de manos o una palmada en el hombro. Después de cada una de esas ocasiones, el hombre reanuda la plática exactamente en donde la había dejado; con frecuencia, se inclina hacia adelante y vuelve a recargarse en la silla, la cual cruje levemente cada vez.
Gabriel no da la impresión de ser una persona muy amistosa, ni alguien a quien sus vecinos elegirían para representarlos en el consejo municipal. Su aspecto es más bien el de un boxeador mafioso retirado, de los que suelen sacar un grueso fajo de billetes para pagar y que llegan a todos los lugares estacionando un majestuoso auto justo frente a la puerta. Sin embargo, solamente la última descripción se ajusta a la realidad, pues detrás de la silla que cruje hay un Bugatti 35 alumbrado por la luz cálida de un farol de la banqueta.
El Bugatti 35 es un clásico rotulado con un número en la parte trasera, que tiene tiras de cuero en la tapa del motor y mucho carácter. Un vistazo más prolongado delata que el carro no es original, sino una réplica hecha con mucha maestría. Esta es la carta de presentación del establecimiento de Gabriel: el Bar Nápoles en Buenos Aires. Mientras él estrecha las manos de unos sujetos corpulentos y discute con ellos los precios de los Corvette antiguos, nosotros observamos la escena frente a este bar que está muy de moda.
El establecimiento se ubica en San Telmo, un barrio bohemio y alternativo en Buenos Aires, comparable a la colonia Roma de Ciudad de México. Un autobús con luces parpadeantes pasa por la elegante avenida y una pareja joven de bajos recursos y vestida con estilo rebelde está sentada en el camellón frente al bar, con una botella de cerveza en las manos, quizá soñando con tener un Bugatti estacionado fuera de su casa algún día.
La silla rechina otra vez cuando Gabriel reflexiona nuevamente acerca de nuestra primera pregunta: “¿Cómo empezó todo?”. Poco después de haber levantado la mano y asentido con la cabeza en nuestra dirección, una mujer de exuberante cabellera rizada se presenta como María. Sus ojos son casi como bolas de billar, en su blusa de color oscuro hay un pequeño Ferrari rojo y lleva una falda negra muy ceñida. “¿Así que quieren darle un vistazo a la cochera?”, dice y ríe. “Está bien, vengan conmigo”. Los tacones de sus zapatos generan un sonido rítmico y relajante. La seguimos por la ancha acera hasta los gastados y altos escalones de la puerta de entrada de color verde oscuro. “Bienvenidos al Bar Nápoles”, dice María y después de unos pasos se detiene en la sala, pues sabe la magia que puede representar esta área de por lo menos 300 metros cuadrados.
El techo de cinco metros de altura sostiene una estructura de vigas de hierro negras con brillo graso. El piso de hormigón tiene cicatrices causadas por el tiempo, y el techo y las paredes son toscos. “En 1907, aquí empezaron a construir carruajes”, explica María y tras una pausa añade: “Aunque con el paso del tiempo el salón fue olvidado, ha sobrevivido”. Después toma dos vasos y una botella de vino tinto de un estante gigantesco. Junto a ella vuelan por los aires dos tipos de masa, para convertirse en discos de pizza. Un voluptuoso ritmo de la banda Cigarettes After Sex inunda el lugar. Una docena de comensales entra y enseguida ocupan los mejores lugares. “Acabamos de abrir”, aclara María y de inmediato nos lleva a la hilera de una de las escaleras de acero de la galería. “Tómense su tiempo y disfruten la vista. Vendré por ustedes después del vino”.
El hecho de nombrar bar a este establecimiento puede llevar a una interpretación incorrecta. El salón es como una cochera enorme que, con el tiempo se ha llenado milagrosamente de objetos curiosos. Hay monumentales relojes de pedestal, muebles barrocos, réplicas de veleros dentro de vitrinas, cabezas de motores industriales pulidas, figuras de un viejo carrusel, muchos letreros de neón, varios estantes con abrigos de pieles, monos de carreras, palmeras de un metro de altura y un par de motocicletas Indian y Harley-Davidson de la época dorada. Esto lleva a una aclaración: el Bar Nápoles es la guarida de fanáticos de los automóviles y las motocicletas, que en algún momento se convirtió en un restaurante. Maravilloso y único, así es como perciben este sitio los clientes que acuden para gozar de la pizza, el vino y de la atmósfera.
Las reseñas y fotos en Instagram y Tripadvisor abundan. “En una noche de sábado normal atendemos a 500 clientes”, afirma Gabriel, quien se cuela a nuestro lado en las escaleras y agita la mano para saludar a algunos amigos. “Ya tengo la respuesta a tu pregunta de cómo empezó esto”, dice Gabriel y continúa lentamente: “No teníamos un objetivo en particular y todo sucedía por casualidad. En la búsqueda del lugar perfecto para nuestros autos antiguos, mis amigos y yo descubrimos este sitio hace unos años. Sacamos nuestros coches viejos, los trajimos aquí y los preparamos. El espacio se convirtió así en un oasis donde todos nos refugiábamos del trabajo, de la rutina diaria y de la familia. En algún momento alguien reconstruyó las instalaciones e hicimos nuestra primera fiesta. Luego, después de considerar los servicios de entrega, mandé construir un horno e hice pizza para todos”.
Gabriel se levanta y le grita a un cliente, que de inmediato voltea a donde estamos. “Lleva medio año rondando la Indian de ahí abajo. Ahora la quiere comprar”, comenta. “Deben saber que casi todo lo que tenemos aquí lo pueden adquirir nuestros clientes. Cuando lo quieren de buena fe. Después de mi primera vida como abogado fui comerciante de antigüedades. Eso explica por qué hay todos esos objetos bonitos aquí. ¿Por qué dejarlo así?, pensé. Todo esto nos llevó a este punto con el Bar Nápoles”. Cuando Gabriel se asoma a la escalera y se dirige al hombre en la Indian, los ojos de este último brillan. El sujeto se balancea en la moto antigua, seguro de que ha encontrado la motocicleta adecuada. Esto es solo una historia de las tantas que ocurren en este restaurante, que es un refugio para los amantes de los automóviles y la velocidad.